
En una caja secreta guardo besos. Son los besos que no quiero, aquellos que no son puros, los que nunca debieron salir de unos labios malditos.
A los niños nadie nos cree, inventamos cosas y contamos como cierto lo que sólo está en nuestra imaginación, por eso el cuento que escribí a la edad de siete años a nadie le interesó, no era hermoso, no tenía príncipe ni princesa, ni siquiera hada madrina. Los protagonistas principales eran el ogro —mi tío Alberto— y un niño bello pero muy malo que resulté ser yo, un niño que merecía castigos constantemente, ser encerrado en una mazmorra y no beber ni agua.
Mamá salía de casa cada tarde para ir a trabajar y entonces llegaba él, el ogro, con su disfraz de ángel de la guarda, una hermosa sonrisa y una mirada que sólo yo conocía, cargada de malas intenciones, de deseos y juegos sucios que a los niños no nos gustan.
El tío Alberto era joven y simpático, caía bien a todo el mundo, ¿cómo podía convertirlo en el malo de mi cuento?, no tenía sentido. Siempre jugó conmigo, desde muy pequeño, y me hacía muchos regalos, al principio porque sí, porque le apetecía, más tarde a cambio de cosas. Primero fueron unas cosquillas en las plantas de los pies, después en los tobillos, en las corvas… Las cosquillas fueron subiendo como el valor de sus obsequios. A mí no me parecía divertido aquel juego de la risa, como él lo llamaba, principalmente porque yo no me reía, pero él sí, y cerraba los ojos, y disfrutaba…
Pasábamos la tarde en una pequeña salita. Yo quería bajar al parque, ir a la biblioteca, jugar a la pelota, encontrarme con mis amigos. Siempre había excusas para no hacerlo. Tu madre no quiere, hace frío, tienes deberes, estamos mejor aquí. Esa última frase ya la decía con la otra voz, con la voz de ogro que a mí me paralizaba. Entonces me quedaba muy quieto sentado en la alfombra y él me tomaba sobre sus rodillas. Jugábamos a malos, yo era el malo, había robado un juguete, me había escapado del colegio, desobedecía a mamá. Pero él era el justiciero y me imponía los castigos. Me bajaba el pantalón y me sacudía en las nalgas, eran palmadas ligeras que no me hacían demasiado daño pero que dejaban las marcas de sus dedos grabadas en mi piel. Después se arrepentía y besaba cada una de esas huellas enrojecidas, con devoción, recreándose en su cometido. Esos son los besos sucios, los que guardo en mi caja secreta.
El ogro era terrible para mí en aquellos momentos, emitía una voz gutural y una especie de gemidos que me daban mucho miedo, respiraba con agitación y hacía muecas extrañas, después de un largo suspiro se calmaba y volvía a ser el tío Alberto, justo cinco minutos antes de que mamá volviera a casa. “Se ha portado bien”, le decía, “nos hemos divertido, ¿a que sí, chaval?”. Yo no contestaba.
Un día quise contarle el cuento a mamá, pero a ella no le gustó y me mandó callar. “No digas tonterías, tu tío te quiere mucho y te cuida cada tarde, merece un respeto”.
Comencé a ser un niño triste, no jugaba con mis compañeros, no prestaba atención en clase, sólo quería llorar. La directora del colegio llamó a mi madre y le pidió que me observara, que intentara averiguar qué me pasaba porque a mí me pasaba algo. En aquellos momentos aparecieron en los noticiarios otros niños que habían escrito cuentos como el mío, con ogros, gigantes furiosos o monstruos terribles, cuentos donde ellos eran los malos y recibían su castigo.
Mamá me pidió entonces que le dijera qué hacíamos el tío y yo por las tardes, a qué jugábamos. Enmudecí, bajé la mirada hasta el suelo, avergonzado, y me puse a llorar. Ella fue muy dulce, me abrazó y me llenó de besos, de esos que sí me gustan y que tengo grabados en mi piel como firmes tatuajes. Le conté el cuento y lo escuchó entero, y se convirtió en la princesa de mi historia, capaz de vencer al ogro sin arrugarse el traje.
Hace cinco años que no he visto al tío Alberto, no sé dónde vive, no sé si sigue inventando juegos sucios, pero sí me consta que hay otros niños que han escrito y siguen escribiendo cuentos como el mío y que deben ser escuchados por los mayores, porque los niños no siempre inventamos las cosas. Hoy cumplo doce años y un nuevo camino adolescente se abre para mí, por eso voy a abrir mi caja secreta, para borrar de mi vida el cuento que escribí, para que salgan todos esos besos sucios e indeseados; que se los lleve el viento y que se ahoguen en el mar. Los besos que deseo son los que nacen del cariño y para esos no necesito caja, me gusta lucirlos en las mejillas y que todo el mundo vea que me hacen muy feliz.
Maribel Romero Soler.
Este relato se incluye en
RELATOS URBANOS 2011. IMPULSOS, libro que recoge los trabajos ganadores y seleccionados en la 7ª edición del concurso RELATOS URBANOS, que se viene celebrando anualmente en Alicante con ocasión de la Feria del Libro, y que convocan la Asociación Provincial de Libreros y la Editorial Ecu. Se incluyen también algunos relatos de escritores invitados, entre los que se encuentra el mío.

La presentación del libro y entrega de premios tuvo lugar el pasado viernes, 18 de noviembre, en el Club Información de Alicante, donde también se entregaron ejemplares a los autores que forman parte de esta antología.